Fui una niña migrante: una memoria de resistencia y migración hacia Estados Unidos | Suyapa Portillo, Pitzer College
Fui una niña migrante. Estuve detenida por el sistema migratorio de Estados Unidos en los ochentas con mi madre, después de haber cruzado Guatemala y México desde Honduras. Aún no me puedo imaginar ningún plausible escenario de cómo hubiera sido mi vida si me hubiesen separado de mi madre tan pequeña, a mis nueve años, en un país desconocido, y en el cual no hablaba su idioma. Los resultados, son indescriptibles, de nuestra detención en la frontera por la agencia de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP por sus siglas en inglés), nuestro encarcelamiento de 30 días por el sistema de Servicio de Migración y Naturalización-INS, ahora Migración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) que está bajo el Departamento de Seguridad Nacional (DHS por sus siglas en inglés).
Estábamos solas en realidad. Ahí lo rescatable fue el amparo y auxilio solidario de la comunidad migrante y Latina, seres humanos gracias a los cuales ahora puedo contar esta historia. Migrantes dentro y fuera de detención nos auxiliaron, sin conocernos, confiaron en nosotras, esa comunidad invisible de trabajadoras domésticas, de conserjes y trabajadoras de la costura, quienes apostaron por unas desconocidas, mi madre y yo, y que sin ellas no hubiéramos sobrevivido la indigencia, la falta de comida y salud que son problemas endémicos en la comunidad migrante de ayer y hoy. No podíamos esperar absolutamente nada de los Estados, ni el hondureño o del estadounidense. Sin esos aliados migrantes de clase trabajadora centroamericanos, quienes resistían a un régimen de migración estricto que no reconocía refugiados, que hacía la guerra contra ellos en Centroamérica, no tendríamos el movimiento social en torno a la migración e inmigración que tenemos ahora.
En esos días de pobreza extrema, y bajo una guerra fría ajena a nosotras, no mucha gente se iba del país por aventurar o simple placer, salvo que fuesen ricos e iban a ‘turistear’, estudiar o trabajar con permisos al exterior. Mi madre partió como todas las mujeres que se van a Estados Unidos, en busca de nuevas oportunidades, sin haber tenido la posibilidad de terminar sus estudios y la limitación de conseguir trabajo bajo un régimen que persigue a campesinos, obreros y estudiantes, su hijo incluso fue perseguido, por atreverse a hablar la verdad y demandar justicia. Los salarios para la mujer divorciada en esa época eran escasos y aún peor sin títulos académicos, sin tierra.
Así que ya en la travesía mi madre y yo inadvertidamente nos unimos a una caravana de mujeres y niños salvadoreños y guatemaltecos que iban huyendo de la guerra y contrarrevolución (los Contras), sostenida por el gobierno de Ronald Reagan desde Estados Unidos—muchas cargaban a cuestas inmensas pérdidas de familiares asesinados por las fuerzas armadas o la Guardia Nacional en sus países, donde las amenazas escalaban a destrucción total de sus casas y pueblos.
Las hondureñas no contábamos como refugiadas porque el gobierno de Reagan aún mantenía en secreto al Congreso de Estados Unidos sus acciones ilegales, como misiones secretas y asesinas para intentar destruir las guerrillas de El Salvador y Nicaragua, en esa época todavía no sabíamos de Ollie North, del tráfico secreto de armas, ni los millones que llegaban a los militares de El Salvador y Guatemala para masacrar gente en el nombre de “erradicar el comunismo e influencia Soviética”. Con esa gente que huía estuvimos detenidas, y una señora que perdió todo en El Salvador, me enseñó a hacer crochet con el dedo, cuando esperábamos en detención, y mientras mi mamá hacía todo lo posible por conseguir abogado, sin dinero, ni conocer a nadie en Estados Unidos y sin hablar inglés. Salir de detención sin ser deportadas fue en sí una gran osadía de ingenuidad migrante, de resistencia y de lucha solidaria—entre nosotras mismas. Por eso creemos en nuestra comunidad migrante de hoy.
Esos días de detención en San Ysidro, California, fueron muy difíciles. De niña me acuerdo de que un helicóptero con una luz fuerte nos acechó en el camino de cruce de la frontera, nos apuntaron armas y nos dijeron que nos hincáramos, la luz fuerte no nos dejaba ver bien. De ahí llegaron dos carros, uno de paila y una que conoceríamos como perrera—un minibús blanco con rejas en las ventanas. Vi cómo interrogaban a mi madre en el punto de detención en la frontera, una noche de noviembre tan fría que la sentíamos hasta en los huesos, me acuerdo cuando el oficial le agarró su cartera y tirándole todas sus pertenencias, que eran pocas, encima del motor del carro de paila que andaban, la acosaban para que les contestara información, ¿quién era? ¿de dónde venía? ¿quién nos trajo? ¿dónde está el coyote? Hablaban español atípico, aunque se miraban Latinos.
Cuando aún estábamos en San Ysidro, dentro de un edificio donde se fichaba a los prisioneros, hacía mucho frío, el aire acondicionado estaba tan helado que titiritábamos, con nuestra ropa empapada de agua ya que nos habíamos mojado cruzando el río; y aun así nos mantuvieron en una celda fría por varias horas. De igual forma me acuerdo de que le hacían preguntas dentro de las oficinas, me acuerdo cómo nos amenazaban con deportación si no contestábamos. El agente de migración, al no estar satisfecho con las respuestas de mi madre, también me interrogó para ver si mi madre mentía, yo estaba acostumbrada a que mi madre hablara por mí, así que no caí en su trampa de desmentir a mi madre inadvertidamente, además que tuvieron mucha falta de respeto hacia ella. Me sentí en peligro. Los agentes le mostraban mapas a mi madre para discernir de dónde éramos.
Después de varias horas de interrogar a mi madre, el agente salió y volvió a entrar con una heladísima Coca-cola de lata, se le resbalaba el hielo. Nunca había visto una Coca-cola en lata y no sabía cómo abrirla, ni quería tomarme algo helado en medio del frío aire acondicionado, sentía que se iba a resquebrajar el mundo a nuestro alrededor, y yo ni entendía por qué nos detenían, ni cuándo regresaríamos a nuestra casa. Para una niña a esa edad, aunque se le explique, la situación es difícil de comprenderla y procesarla. Uno internaliza el miedo de inmediato y la incertidumbre de no saber el futuro. Después de la interrogación que se sintió como una eternidad, nos pasaron a la celda en donde nos quedaríamos unos dos días, que parecía como un corralón con muchas camas, pero antes debíamos bañarnos.
Una guardia nos llevó en la madrugada a bañarnos en un cuarto extraño y escalofriante, que al entrar se veía todo blanco, con muchas duchas que salían del cielo, demasiadas para contarlas. Enseguida la guardia que nos llevó abrió las duchas y mi madre y yo nos tuvimos que desnudar enfrente de ella y ahí mismo bañarnos con agua heladísima, mientras la guardia nos observaba cada movimiento. Aunque en mi país no había agua caliente en la ducha, mi mamá siempre me bañaba con agua tibia, así que esto para mí fue severo —no consigo olvidar el frío que sentí en esos momentos. No sé cuál de las humillaciones que sufrimos era más indignante, ¿si desnudarse enfrente de una guardia que vigilaba nuestros cuerpos desnudos y friolentos?, ¿si lavarnos con jabón anti-piojos? o ¿afrontar el miedo de un sistema de migración que ve niños y madres, indefensas como peligrosas, que en esas condiciones es más que ridículo? En suma, las famosas perreras, las hieleras, las celdas transitorias, el frío de un aire acondicionado muy bajo y el gélido invierno de ese noviembre marcaron en mi mente momentos inolvidables y cicatrices que aún se abren, sobre todo de niña nunca había sentido tanto frío, era insoportablemente helado y aún me erizo al recordarlo.
Después de unos días en las cárceles de la patrulla fronteriza, nos pasaron a San Diego, al lugar de detención donde estaríamos la mayoría del tiempo, —con otras madres, niños y ancianos. Ahí el gran problema era la comida, los domingos sólo nos daban desayuno y sopa de cebolla de almuerzo, nos quedábamos sin cena. La comida nunca era suficiente y mi madre me guardaba su poquito de comida, para cuando yo tuviera hambre otra vez. Todo sabía feo, estéril, comida que no conocíamos y que no nos llenaba. Esos días indudablemente fueron días de angustia para mi madre, quien ingeniosamente nos sacó de ahí sin conocer a nadie en Estados Unidos, ni saber las leyes o el idioma. Años después de la detención, de nuestra experiencia de no tener un hogar fijo, y de la sobre explotación de mi madre en el trabajo, salimos adelante, pero solamente con el apoyo de otros migrantes Latinoamericanos.
No podré explicar en estas líneas todo lo que nos pasó a mi mamá y a mí en el trayecto de viaje, detención y los días después de nuestra salida y llegada a Los Ángeles. Viví en carne propia la crueldad y el trauma que enfrentan hoy las niñas y los niños detenidos, quienes claman por sus madres, y piden reunirse con sus familiares, es algo que los va a marcar toda su vida. Me identifico con las mujeres Transgénero y todos los migrantes detenidos y concuerdo que la detención se siente injusta y cruel. No fui una niña común y corriente como las demás niñas en mi escuela, y todavía siento los efectos de la detención en mi vida diaria. Sé, de primera mano, que la detención y separación de familias es algo que marcará y dañará la vida de muchas niñas y niños al igual que a sus padres y la comunidad latina a donde llegarán en Estados Unidos.
Cuando observo la detención y separación de madres y sus hijos regreso a esos momentos inhumanos vividos en detención, en celdas frías y sin piedad. Aparte de ser inmoral y salvaje la separación de niños y sus madres, tal separación viola sus derechos establecidos por la ONU. De acuerdo a la oficina de Derechos Humanos, los arrestos “son arbitrarios e ilegales e interfieren con la vida familiar, y son una violación a los derechos de los niños”. El Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos está violando los derechos de los niños migrantes. De acuerdo a un reporte hecho por la American Civil Liberties Union-ACLU, “Negligencia y Abuso de Niños Migrantes No Acompañados por la Patrulla Fronteriza” (Mayo 2018), grupo legal que aboga por derechos civiles, establece que la patrulla fronteriza y los guardias en centros de detención cometen actos de tortura que incluyen:
…apuntándoles armas, disparando con pistolas paralizantes (tasers) como castigo o por diversión, golpeándolos y pateándoles y amenazándolos con violación o muerte. Adicionalmente, en reportes de primera mano y por reportes internos documentan condiciones horrorosas dentro de los centros de detención: niños detenidos en celdas con baja temperatura, sin cobijas, sin comida y sin agua, durmiendo en pisos de concreto o compartiendo celdas con adultos que no conocen; se les rechaza ayuda médica; son forzados a firmar órdenes de deportación; sujetos a abuso físico y sexual por medio de la patrulla fronteriza (CBP). (ACLU, 2018)
El reporte de Human Rights Watch, En la ‘hielera’, también determinó condiciones de abusos extremos y la veracidad del uso de hieleras, celdas con temperaturas muy bajas, por las patrullas fronterizas, forzando a los migrantes a quitarse sus abrigos y sometiéndolos a dormir en gélido concreto y con luces encendidas, con mantas de Mylar (mantas utilizadas en el espacio y parecen de aluminio). En estos dos reportes, la patrulla fronteriza, así como las autoridades en centros de detenciones, han violado el acuerdo Flores v Reno, que establece las normas del trato a menores de edad en detención, y es su deber proveer agua, comida, cama y un lugar limpio para dormir.
De acuerdo al reporte de Human Rights Watch “Do you see how much I am suffering here?”(2016) las mujeres transgénero, algunas menores de edad también, quienes sufren abusos contra sus cuerpos, abusos psicológicos, tiempos prolongados de confinamiento solitario y falta de cuidado médico. Junto con grupos de defensoría de derechos humanos de migrantes transgénero y jóvenes y HRW le exigen al gobierno de Estados Unidos que busque alternativas a la detención de poblaciones vulnerables.
¿Por qué está haciendo esto el gobierno de Trump? La excusa inmediata es que sirve para detener el flujo de migración, pero si lo vemos cuidadosamente sólo es la excusa para tener contentas a sus bases conservadoras, donde realmente hay un trasfondo racista y xenófobo de una minoría blanca y anglosajona que ha clasificado y generalizado injustamente a todos los migrantes centroamericanos de clase trabajadora como “peligrosos delincuentes o mareros.” Así que Trump utiliza a los inmigrantes centroamericanos como chivos expiatorios, como lo hizo Obama. Los dos gobiernos han criminalizado al migrante de tal forma que ahora cruzar la frontera es un delito “grave”, y como tal, la excusa es castigar a los padres por ese delito que puede o no llevar a una deportación, pero con la horrible secuela de separarlos de sus hijos menores de edad.
Lo inconcebible de la política “Cero Tolerancia” de Trump es “la ilegalidad” de la patrulla fronteriza, cuando deporta parientes y separa a los niños, aún en casos donde la familia o persona ya estaba calificada para un asilo, donde se demostró que tiene un “temor creíble” de regresar a su país de origen y no puede ser expulsada de los Estados Unidos hasta que se procese el caso de asilo de esa persona.
Algunas opciones para apoyar a las familias separadas consisten en varias cosas: Primero la pronta asistencia legal pro bono para lograr la salida y reunificación con familiares. Acá los familiares deben conseguir información de sus detenidos para notificar a un abogado, particularmente del centro de detención y el número “A” asignado al detenido. Segundo, debemos organizarnos y levantar la voz, en ambos lados de la frontera. ¿Qué demandamos? La erradicación de los centros de detención privados por abusos ya documentados.
Demandar que los dos gobiernos, tanto el hondureño como el estadounidense, paren los abusos a los derechos humanos en sus respectivos países, y demandar justicia para todos los migrantes, niños, mujeres, familias, personas Transgénero. Tercero, y con igual importancia, está la estrategia de cambiar políticas públicas, haciendo cabildeo con nuestros representantes en Estados Unidos al igual que en el Congreso de Honduras y otros países centroamericanos, para cambiar políticas públicas que están destruyendo la vida y salud de nuestras comunidades.
Publicado originalmente por Radio Progreso, Honduras.
Suyapa Portillo Villeda is an assistant professor in Chicana/o Latina/o Transnational Studies at Pitzer College. Her work broadly focuses on social movements in Central America with a focus on Honduras. In particular, Portillo’s research centers on the intersections between labor, gender, and race in workers’ lives in the history of the banana export economy in Honduras and Central America.
Contact Information:
Email: Suyapa_portillo@pitzer.edu
Twitter: @SuyapaPV